Friday, August 03, 2007

La Puta Imposible


12:35 de la mañana. Un prostíbulo. La puta imposible se sentó al lado de Pacho. Lo miraba con esa carita de falso deseo y teatralidad que tanto le excitaban a él. A Pacho le encantaba saber hasta qué punto la puta detesta trabajar en lo que trabaja. Le causaba morbo, una sutil admiración por el carácter humano, que es capaz de hacer lo que sea por sobrevivir. La puta imposible fingía interesarse en lo que Pacho le contaba, en todas las estupideces que se le venían a la cabeza, se reía mostrando un par de dientes desportillados. A Pacho le encantaba su sonrisa falsa, sus falsas posiciones de símbolo sexual, la manera obsesiva en que ella se miraba en alguno de los muchos espejos que adornaban aquel sitio. A Pacho le encantaba cómo ella creía tenerle en sus manos, y era cierto: ella pensaba que cuando se agachaba y mostraba sus pechos, o cuando cruzaba las piernas, Pacho ya estaba subyugado, que ese cliente iría para ella, que quizá tomaría más licor y depronto pagaría un "servicio" completo, y que, como estaba tan borracho quizá no se demorara mucho.
La puta imposible no sabía que Pacho la estudiaba y la analizaba, que se conocía todas las historias de todas las putas del sector. Ella pensaba que él era uno más de esos vagos borrachos que suelen tener sexo con ellas todas las noches. La puta imposible estaba tan drogada, tan ebria y tan cansada de cabalgar por la cintura de tantos hombres que no se dio cuenta en qué momento empezó a hablar, empezó a contarle a Pacho su triste historia de dos hijos, y muchos maltratos. Pacho la mandó a callar, después de todo, el que estaba pagando era él, y él era el que tenía bastante para contar. La puta imposible se indignó, cambió la mirada, lo miró como queriéndole decir que en él se recapitulaban todos los hombres del mundo, falsos, mentirosos, hipócritas, malos polvos, malos padres, inseguros. A Pacho le gustó la idea, era todo eso y más. El mal humor de la puta imposible era más poderoso que esos afrodisíacos baratos que tomaba Pacho en la plaza del pueblo. Esa noche Pacho estaba agresivo, y necesitaba descansar en la frustración ajena. Por eso la buscó, por eso le pagó para desquitarse, en su cuerpo, de un mal día, para que ella lo entretuviera con su histrionismo de quinta, con esos ultra gemidos, con esas caras exageradas de placer, con ese aliento a cigarrillo, trago y preservativo. A Pacho le encantaba eso, esas arandelas eran parte del show del viernes de prostíbulo que tanto lo relajaban: necesitaba la ambivalencia del placer contra el disgusto, del sexo contratado, de la caricia acostumbrada, del sabor de mil personas que la habían recorrido. ¿Cuántos tipos antes que él ya la habían penetrado esa misma noche?

Para Pacho la puta imposible era deprimente, su cuerpo sabía a sudor y fluidos de quién sabe cuánta gente. Burda, sistemáticamente predecible. Primero esto, luego lo otro, un ratico así, otro de esta forma, el hecho de que Pacho demorara su orgasmo irritaba de impaciencia a la puta imposible que estaba exhausta, es que era tarde y era viernes, había trabajado mucho. Pacho sentía la rabia de la puta imposible cada vez que se movía por encima y por debajo, cada vez que hacía esos movimientos circulares, cada vez que se ladeaba para facilitar la posición, cada vez que le pedía que hiciera algo. Ella siempre cerraba los ojos, nunca miraba. Para Pacho fue delicioso, en general. Cuando ella sintió que Pacho terminó (porque aulló como si le faltara el aire) hizo mil muecas de falso placer. Se levantó, se vistió, como si fuera la primera vez en el día que lo hacía, mirándose pacientemente en el espejo, levantándose los pechos, peinándose y volviendo a pintarse los labios. Pacho se vistió, no quería ni mirarla. Se largó. La puta imposible entrego el cuerpo, fue imposible sacarle el alma… como siempre.