Tuesday, January 15, 2013

hon­esti­dad

Declaro con hon­esti­dad que he per­dido la fe en todo lo que he escrito hasta ahora, a la par que me siento inca­paz de inten­tar algo nuevo. Escribir, lo he dicho antes, es darse cuenta de las lim­ita­ciones propias: humanas, lit­er­arias, espir­i­tuales, etc. Desde hace al menos dos meses me tiem­bla la mano enfrente del teclado. Ya no el dichoso miedo a la página en blanco sino a la vacía efigie en la pan­talla. Si uno no pulsa tecla alguna el cur­sor parpadea hasta el infinito, como una car­ca­jada. Las ideas pen­di­entes en mi cabeza se diluyen mien­tras más las med­ito, son como un tem­blor imper­cep­ti­ble que ocurre en otro sitio lejos de aquí.

Es un pesar nor­mal. Tam­poco estoy aspi­rando a ser único, voz can­tante y mucho menos ten­der al melo­drama. No es eso. Escribir es como coger. Luego de un receso nomás es cosa de bajar un cal­zoncito para que la sapi­en­cia se reac­tive. Tengo clara una cosa: la tris­teza es sinón­imo de juven­tud. La madurez con­siste may­or­mente en saber aguan­tar el chorro sem­i­nal el mayor tiempo posi­ble. No escondo metá­fora alguna en lo ante­rior. O tal vez sí. Me apoyo en la ordi­nar­iez para ser claro. Los cuen­tos y nov­e­las –por decir­les de una forma– que tengo planeado escribir me exi­gen una madurez que tal vez no poseo aún. O que tal vez no posea nunca. Hay que ser paciente. No hay prisa. Hay med­i­c­i­nas que saben amargo.