honestidad
Declaro con honestidad que he perdido la fe en todo lo que he escrito hasta ahora, a la par que me siento incapaz de intentar algo nuevo. Escribir, lo he dicho antes, es darse cuenta de las limitaciones propias: humanas, literarias, espirituales, etc. Desde hace al menos dos meses me tiembla la mano enfrente del teclado. Ya no el dichoso miedo a la página en blanco sino a la vacía efigie en la pantalla. Si uno no pulsa tecla alguna el cursor parpadea hasta el infinito, como una carcajada. Las ideas pendientes en mi cabeza se diluyen mientras más las medito, son como un temblor imperceptible que ocurre en otro sitio lejos de aquí.
Es un pesar normal. Tampoco estoy aspirando a ser único, voz cantante y mucho menos tender al melodrama. No es eso. Escribir es como coger. Luego de un receso nomás es cosa de bajar un calzoncito para que la sapiencia se reactive. Tengo clara una cosa: la tristeza es sinónimo de juventud. La madurez consiste mayormente en saber aguantar el chorro seminal el mayor tiempo posible. No escondo metáfora alguna en lo anterior. O tal vez sí. Me apoyo en la ordinariez para ser claro. Los cuentos y novelas –por decirles de una forma– que tengo planeado escribir me exigen una madurez que tal vez no poseo aún. O que tal vez no posea nunca. Hay que ser paciente. No hay prisa. Hay medicinas que saben amargo.
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