Wednesday, January 09, 2013

Les parecía muy simpático inventar una situación diferente cada vez que les preguntaban cómo se habían conocido. La verdad, sucedió en una reunión que de otra manera se hubiera instalado en el olvido de las fiestas. Aquella vez intercambiaron domicilios electrónicos y a la semana ya se hablaban con apodos cursis. Estuvieron alegres un tiempo, lo que en este siglo quiere decir que de las comparaciones con el individual pasado emocional salían victoriosos. No cuesta trabajo imaginar las fotografías en que aparecen dándole la espalda a Guanajuato o el mar. De eso hoy no queda absolutamente nada. Él a veces la sueña. No siempre la menciona a la séptima cerveza. Todo mes que estuvieron juntos, ella le cortaba las uñas de los pies con un cariño ejemplar. Es porque le crecen raro, chuecas. Hasta se le clavaban en la carne.
Hace rato ella llamó. Desea decirle algo y tiene que ser en persona.
–Y de una vez me cortas las uñas –propuso él.
Acordaron verse una hora más tarde. Él no sabe qué hacer con la incertidumbre, así que sale a trotar alrededor de la cuadra. El reloj avanza mañoso. Tampoco sabe qué hacer con sus kilos de más. Ya tiene los pies doloridos y las axilas empapadas. La observa estacionando su auto media hora antes de lo pactado. “Me prometí nunca volver a entrar a este departamento” piensa ella mientras baja de su automóvil. También habían prometido amarse para siempre. Cada una de las promesas que se hicieron terminaron como clavos que ya no cuelgan nada. Se abrazan esquivándose los genitales y luego suben por las escaleras hasta el tercer piso, dialogando sobre el clima y las respectivas actividades laborales. Apenas entran a la habitación ella toma asiento, atrincherándose con un cojín grande entre los brazos. Se miran en silencio. Ella recuerda aquella vez que abrieron laboriosamente una botella de vino usando un tenedor. Él recuerda la generosa forma en que ella lubrica.
–Querías decirme algo. Vas.
–Necesito que nos separemos, Santiago.
Las cartas están sobre la mesa. Mirna jamás fue mucho de aterrizar sus sentimientos a la realidad, ya no digamos darle seguimiento a un calendario.
–Mirna, llevamos dos años separados.
–Es que conocí a alguien.
Él se queda mudo. Adiós pedicura gratis. Es como si viajara al pasado. A un pasado del que salió huyendo, del que prefiere recordar sólo cosas buenas, diapositivas proyectadas en la cara de un inmenso edificio. Descorazonado, observa a Mirna. La recuerda llorando sin razón alguna, abandonándolo a la mitad de la película y comparando su cuerpo con el de las otras mujeres en la calle. Esa consumada necesidad que Mirna tiene por sentirse insegura, morderse los dedos hasta la sangre y fumar como desquiciada.
–Conocí a alguien y necesito que nos separemos –repite ella. No sabe que la redundancia cierra las puertas del paraíso.
Cada quién elige su infierno. Y el de Santiago se llamaba Mirna. Tanto trabajo que le costó omitir aquellos malos tiempos y ahora vienen y se le reaparecen con mal aliento. Como escuchar a un obeso hablando de cuando fue bello. Recuerda todas esas peleas, ella gritándole cosas y él pensando en formas prácticas de morir ahí mismo.
–¿Pues qué te digo? Trata de estar bien. A mí no me debes nada.
–Estoy muy entusiasmada. Hace tiempo que no me sucedía.
–Felicidades, en serio.
Él la observa y piensa que, de haber podido, le hubiera encantado masturbarla al menos una vez a la semana durante todo este tiempo separados. Masturbarla y nada más. Masturbarla y ya.
–Despuesito que nos separamos anduve con un tipo y viajábamos mucho. No funcionó. Luego anduve con otro pero él no cuenta porque nada más nos veíamos para ir a un hotel, lo conocí en mi trabajo. Luego anduve con Toño. ¿Te acuerdas de él?
Santiago imagina que el foco de luz le cae encima y lo electrocuta, imagina que comienza a vomitar hasta vaciarse, imagina que de pronto la suela de Dios lo aplasta accidentalmente.
–Preferiría que no me contaras esas cosas, Mirna. ¿Para qué?
–Es que, Santiago, conocí a alguien y esta vez en serio quiero echarle ganas.
–¿Es eso lo que ibas a decirme?
No. Lo que ella quiere decirle es que lo extraña. Que lamenta mucho que todo se fuera al diablo. Que debieron estar más tiempo juntos, que debió visitarlo semanalmente para chuparlo como loca. Que el otro día presenció un choque de autos y se asustó y se dio cuenta de que lo necesitaba muchísimo.
–¿Y este nuevo novio de dónde salió? De una coladera, me imagino.
–No seas grosero –responde Mirna instintivamente.
Con un tosco movimiento Santiago le arrebata el cojín de las manos. Entonces él se transforma en el malhumorado borrachito de fin de semana que realmente es. Triste hombre en calcetines que memoriza nombres de escritores impronunciables para después utilizarlos como si fueran la carta más grande en sus ridículas reuniones. Cruel Santiago. Lo recuerda diciéndole al oído cosas como: “ojalá después de coger te transformaras en una torta de chorizo”. Cosas como: “ojalá las mujeres tuvieran carátulas intercambiables.”
–Yo juré que ibas a hacerte funda de mi tocayo. ¿Es él quien te trae enculada? –exclama Santiago mientras camina rumbo al refrigerador metiendo la panza. Chin. No le sobraron cervezas de anoche.
–Lo digo en serio: no seas grosero.
–¿Entusiasmada por un camote? Tú eres incapaz de estar bien. Eres la pinche malcontenta.
–¿No me extrañas?
–Nada más las cosas buenas. No. No te extraño.
–Necesito que terminemos, que nos separemos.
–Mirna, ni siquiera me imagino cómo conseguiste mi nuevo teléfono.
–¿Te llegaron las fotos que te envié? De cuando fuimos a Chichén.
No pudo ignorarlas. Debieron hacer el amor en el Templo de los Guerreros, nadie los estaba viendo. Pero se habían peleado en el camión porque él no quiso matar una arañota que, agazapada en el vidrio, amenazaba con picarla.
Los colores de la recámara vibran, ahí al fondo las sábanas mal tendidas son una invitación primero lenta y luego rápida y luego lenta. El fantasma de la cabecera pegando contra la pared. Acontece un silencio con forma de nudo mal hecho. Sus rostros lucen engrapados en sus caras, apenas si sostenidos y procurando una mueca. El departamento huele a patas. Santiago piensa en una frase de Stephen Vizinczey que no recuerda del todo. Mirna permanece sentadota y con cara de mensa, mordiéndose con ansiedad el dedo gordo. Le caería bien un cigarro pero está tratando de dejarlo.
–Jamás debimos asesinar al que iba a ser nuestro hijo… –dice él, rotundo y claro.
Un día, en la escuela, a Mirna le enseñaron que el ser humano nace, crece, se reproduce y muere. Ella se tomó eso muy en serio. Sobre todo la parte de ser madre. Durante horas hablaba del hijo que tendrían, le inventaba nombre y color de ojos y maestros de escuela. Él fue contundente: no me interesa hacer una familia contigo. Entonces su relación cayó en el bache. Santiago había asesinado la gran ficción que adorna todo noviazgo. Sin la ilusión de un futuro mutuo, ella perdió las ganas de coger o acompañarlo a sus reuniones de escritores o cortarle las uñas. Así Santiago comenzó a penetrarla sin condón, reteniendo el chorro seminal o cruzando los dedos. Lo hacía para darle un poco de esperanzas, jugar al amor. Hasta que un día la pluma orinada dio resultado positivo. Entonces él tuvo que convencerla de abortar. No estaban listos. Debían enfocarse en sus trabajos. Aún eran jóvenes. Tenían toda la vida para ser papás. Él terminó por convencerla. Acababan de recibir sus aguinaldos, pagaron mitad y mitad de las pastillas emergentes.
–Ni siquiera fuiste capaz de acompañarme a la farmacia ese día, Santiago. ¿Cómo se supone que voy a perdonarte eso? –dice Mirna al mismo tiempo que un ratón avanza pegado a la pared. Chiquito y gris, cínico –Un ratón.
–¿Qué?
–¡Un ratón!
La segunda vez lo grita. Luego se sube de un brinco al sofá que en otro tiempo les sirvió de mansión. Ella se pone histérica. El ratón parece salido de una película de caricaturas. En su andar menea la nariz coquetamente. Santiago jamás había estado en una situación similar. Mirna grita y da patadas.
–Mátalo. Mátalo.
El animalito se mete detrás de unos pósters de películas, viejas banderas de los Pumas enrolladas y fotocopias de libros, un mueble lleno de discos compactos anacrónicos. Asustado y ojón, el intruso se cuela entre los huecos.
–Mátalo. Qué asco. ¿Hace cuánto no te hacen la limpieza?
–Voy por la escoba. Fíjate que no se escape.
–No, no me dejes sola.
–Bueno, entonces ve tú por la escoba.
–¿Y si me brinca? Son peludos, Santiago. Me da mucho asco. Mátalo.
–No tengo la más mínima idea de cómo se mata a un ratón. No chingues.
–Mátalo, por favor. Ya sabía que no tenía que venir.
Tantas veces se habían dirigido uno al otro a base de gritos. Ahora es diferente y el roedor no entiende bien qué está sucediendo allá arriba. Santiago intenta tranquilizarla y va por la escoba; no la encuentra en ningún lado. Hay de dos: o el ratón se mete a la habitación o sale por la puerta, abandonando así la casa. De alguna manera él tiene que ayudar al animal a optar por la segunda opción, ya que en sus planes de ese día no está quitarle la vida a un animal metiche.
–No lo vi. ¿Es muy grande?
–Así.
–No juegues, no es para tanto. Es un ratoncito de campo, nomás.
–El otro día me contaron que siempre viajan en grupos de muchos. Al principio mandan uno a investigar y conocer el terreno. ¿Y si hay más en toda la casa? Creo que ya me voy.
–Ni madres te vas –decide él –tenemos que hablar.
Ella asegura su estancia arriba del sillón. El maquillaje le escurre por las mejillas. Cuando la vio, de inmediato pensó: “Se ve re chula, la cabrona”. Ahora de esa belleza queda únicamente un manchón deslavado. Él se pone en cuclillas tratando de localizar al intruso. Nada. Si guardan silencio, se escuchan las pisaditas en pares sobre la duela.
–No encuentro la escoba, ni modo que lo patee. Voy a quitar las cosas y tú le avientas algo.
–Es el peor plan de la historia, Santiago. Ya me voy.
–Que no. Y deja de llorar, pareces loca. Es más, te quedas cuidándolo en lo que voy por una trampa a la tienda. Antes de que cierren.
–No.
–Es lo que se me ocurre.
–Yo voy a la tienda.
–Menos, ya es noche y está oscuro.
No ocurre tan rápido todo. Entre diálogo y diálogo hay espacios de silencio incómodo y expectativa.
–Necesito que estés aquí atenta a si reaparece porque si se cambia de lugar no voy a encontrarlo y va a estar por la casa durante días enteros. No quiero que anide. Ayúdame, por favor.
–No te tardes, amor.
Y luego suelta un grito porque cree que algo se mueve. Él sale al frío de la colonia. Camina rápido hasta la tienda. Uno debería poder establecer contratos y horarios con los animales cochinos. Sería más sencillo. Tristemente no es así. No hay nadie en las calles, sólo el brillo de las luces en la banqueta. Todo parece recién mojado, saciado de vida. Observa la luna, parece una uñita.
Ella está atenta a los espacios sin ratón. De reojo mira la cama. Busca rastros de otra mujer, encuentra una colilla con labial en el bote de basura de la cocineta, encuentra varios calcetines rotos en la parte de los dedos. Las uñas chuecas. Llora. Ya desea que regrese Santiago. Quiere estar con él para siempre. Le dijo que conoció a alguien pero no es verdad. O bueno, sí es verdad pero no es relevante. Santiago tiene ese departamento convertido en un chiquero. Con razón se meten los ratones. Ruega que la bestia no salga. Su presencia le aterra, le da asco. Apenas llegue a casa, se aseará. Se hace tarde. Llora repitiendo: “por qué, por qué”. Su lamento espanta al ratoncito.
–Ya regresé. ¿Se movió?
–No.
–Sólo conseguí estas trampas que tienen pegamento, se ponen en sitios estratégicos y cuando el animal pasa por encima queda atrapado.
A Santiago le sobreviene un entusiasmo de cazador. Analiza dónde colocar las estampas. Vienen dos en cada caja. Compró tres. A ella le duele que él ignore sus lágrimas. Así era cuando dormían juntos, ella lloraba y a él eso no le quitaba el sueño. A partir de ahora podrían comentar que se conocieron de esta forma: “Apareció un ratón, ella se puso histérica y él colocó trampas por todos lados”.
–No vayas a pisar una.
–¿Me puedo bañar?
Él atiende el rincón esperando un leve movimiento. Procura no hacer ruido para que el ratón agarre confianza. Nada. A pocos pasos de ahí el ruido del regaderazo sobre el piso de la tina se ve interrumpido por un cuerpo desnudo que él conoce a la perfección pero del que ya se acuerda poco. Mirna se asea el sexo como si tuviera planeado ofrecerlo. Duele mucho estar viva y ahí. El ratón, ni enterado. Cinco minutos después sale con una toalla hecha capullo en su cabello mojado.
–Agarra una de mis camisas. La que quieras –le ordena él.
–¿Te acuerdas cuando nos conocimos en Bellas Artes?
–¿No fue más bien en la feria de la hamburguesa?
Desnuda de la cintura para abajo, Mirna se recuesta dándole la espalda al espantoso ratón. Santiago la acomoda recargada en sus piernas, listo para masturbarla. No lo hace.
Cuando eran novios, les obsesionaba la idea de conseguir orgasmo al mismo tiempo. Escasas veces lo consiguieron. En este instante se quedan profundamente dormidos a la par.
Al día siguiente, lo despierta el chillido de dolor. Santiago se aproxima al parche y descubre que no se trata de un ratón. Son dos. Uno más pequeño y opaco que el otro. Mientras más intentan huir más se pegan. Santiago los observa berrear, atascados, dando brinquillos que apenas si mueven un centímetro la estampa que será su lecho final. Muriendo lentamente entre canicas de su propia mierda, con las patas dislocadas. Sus ínfimos gritos impiden a Santiago meditar por qué Mirna se fue sin despedirse, seguramente ahora mismo desayuna con el joven que tan entusiasmada la tiene estos días. Habrá que idear una forma de eliminar al par de ratones. Tal vez a patadas. O esperar sin prisa a que mueran de la desesperación. En el empaque dice que los arrojes a la basura aún vivos.